sábado, 24 de septiembre de 2011

1 Henryk Górecki, in memoriam

No escribió muchas obras, y la mayoría pasaron a engrosar el baúl del olvido a poco de estrenarse, pero escribió una sinfonía, la nº 3 “sobre canciones dolorosas”, Opus 36, que le hará inmortal. La compuso en 1976, y más allá de las fronteras de su amada Polonia –ese país extraño y maravilloso que gracias a Shakespeare nos empeñamos en decir que no existe– pasó sólo a la memoria de algunos locos de esa nueva música que por entonces empezaba a denominarse minimalismo.

En 1992, cuando tenía 59 años, por aquello de las celebraciones –no me quiero extender en este concepto tan común a muchos pueblos- le hicieron una grabación de esta obra, y para pasmo de imberbes y consuelo de irredentos, a poco pasó a vender millones de ejemplares. El bueno de Henryk no se lo creía. Fruto de esas casualidades que hacen que la raza humana merezca todavía algo la pena, aquella grabación cayó en manos de un productor de radio inglesa que, al escuchar la profunda sencillez de la obra no se paró en mientes si la obra era clásica o no: la puso –concretamente su movimiento segundo- en un programa de cierto calado de ¡música new age!. El éxito fue instantáneo. Miles, millones de personas, se preguntaban quién era el autor de esa música tan triste y tan maravillosa. Górecki se convirtió a los 60 años, 16 años después de escribir la sinfonía, en el compositor vivo que más copias había vendido de una obra de estilo “clásico”.

Le llovieron miles de ofertas, le cayeron montones de nominaciones y premios, recibió el aplauso de medio mundo, y el desprecio de otro medio, por supuesto. Ya se sabe. Sin embargo aceptó muy pocos encargos y prebendas: había un dato en su biografía que nadie había querido notar: su soberana independencia, y tal vez su bondad. Las montañas de Tatra, al sur de Polonia, donde vivía, quizás le habían moldeado ese espíritu solitario, falsamente huraño, que produce la soledad en el hombre que quiere estar en la alegre compañía de los pocos con que uno quiere. “Quien habla solo espera hablar con Dios un día” que decía otro huraño solitario y bueno como Antonio Machado. Así que si esperó 16 años a que alguien le aplaudiera, desde el 92 escribió muy pocas obras, y casi todas de encargo. Y por supuesto, se dejó ver lo mínimo fuera de casa.

El 23 de octubre de 2002 se celebró el día de Polonia en España. En el Auditorio Nacional de Madrid, la Orquesta Nacional de Polonia interpretó su maravillosa sinfonía. Mi buen amigo Luis Alberto de Cuenca me regaló dos entradas, y como yo sabía que también mi buen amigo Jaime Alejandre compartía mi amor por Górecki, le hice partícipe de aquella invitación. Nos produjo cierta pena que el Auditorio estuviera medio lleno y que los programas no llegasen hasta acabado el concierto, pero el gozo de esa música imperecedera nos hizo olvidar tales consonancias propias de este país tan poco dado a la cultura, para qué negarlo. Al final del concierto Henryk Górecki en persona salió a saludar.

Ya en el vestíbulo Jaime y yo nos acercamos, con los programas recién adquiridos, a saludar al maestro y a pedirle que nos dedicase el librito. Henryk nos sonrió amablemente y nos dijo con sencillez que no entendía el inglés, que sólo hablaba el polaco, algo de francés y algo de alemán. Pero nos dio su mano, y nos dedicó el programa, y nos miró agradecido. Era un abuelo regordete y amable, humilde y sereno.

Hace muy poco, la semana pasada, me enteré que en noviembre del año pasado se me había muerto. A los 76 años. Había nacido en 1933, como mi padre. Tengo una vaga esperanza de agnóstico que me hace pensar en deseos pequeños que, de tan íntimos, me resultan por ahora inconfesables.

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