domingo, 9 de agosto de 2009

3 Las intrépidas aventuras de un poeta en vacaciones (segunda entrega)

Jueves 6 de Agosto

Después de los ejercicios matinales, las genuflexiones propias de pasar de un plano a otro y convertirse en bípedos, recitar versos paganos en otras latitudes llamados “bostezos” y tras los procesos que llevan a eso de las once de la mañana a adquirir raciocinio y verosimilitud, ambos términos de probada humanidad, partimos a Cangas de Onís, que está a quince kilómetros por la carretera del interior.

La ciudad anda, como siempre de bote en bote, como centro comercial y cruce de caminos que es. Conseguimos aparcar en breve, lo que indica que el día empieza bien. Después algunos recados. Sacar pasta del banco, comprar unas plantillas del 45 para los zapatitos que llevo, adquirir una pulserita que La voz de Asturias regala previo pago de dos euritos y entrega de cupón con los colores de la tierra, azul y amarillo, y hacer otras compras. Entre ellas está la adquisición de un recambio para mi Mont Blanc, que apareció esta mañana entre la ropa de la lavadora como nuevecita, pero con la punta desmochada. En cierta librería, papelería, quiosco de prensa y todo lo que te puedas imaginar relativo al papel y sus variantes, y con una dependienta dicharachera y parlanchina, de esas que te cuentan lo que sea con tal de pegar la hebra y que es divertidísima, la verdad, encuentro el dichoso recambio. Luego paseíto por la zona y una cañita sentados en la Avenida de Castilla, a ver circular a la plebe y echarle un ojo a El País.

Nos comemos en casa, ya de vuelta, un puré de puerros generoso, una ensalada de lechuga de la tierra, que es –no me canso de repetirlo- extraordinaria, y unos filetes de ternera comprados en la carnicería El Rubiu, que con poco que los metas en la sartén, no hace falta ni cortarlos con cuchillo. Asturias tiene una carne que sólo por probarla merece el viaje. Cuando vengáis por aquí hacedme caso, tomad nota. Es jugar sobre seguro. Y salvo algún gilipollas, que en eso no se salva región ni aldea, la gente es muy afectuosa y da gusto lo fácil que es entablar una conversación. Después del opíparo banquete nos vemos en la tele nueva un CD: El tercer hombre, esa obra maestra que firmó Carol Reed pero que todos sabemos que filmó realmente Orson Welles. Afuera, para acompañar, la lluvia cae con serenidad y holgura.

Nada más acabar la peli, con ese maravilloso y tristísimo final, llegan desde Madrid Carlos –hermano de Marisol- y su familia. Me traen mis botitas de siete leguas, mi cazadora vaquera y mi bastoncito de alpinista. Me disfrazo inmediatamente. Como Carlos es persona de grande valía para la república viene con su conexión USB para internet y aprovecho para actualizar mi página web. Para cenar me como los restos del bacalao con patatas de hace un par de días y otro filetito. Nos vemos una de Coppola que echan en la cuatro entre millones de anuncios y nos vamos a la cama después.

Antes de dormir me termino de leer –por tercera vez- La soledad del manager, de Manuel Vázquez Montalbán. Con seguridad, y para mi gusto, la mejor de todas las novelas de la serie Pepe Carvalho. Desde hace un mes más o menos me estoy releyendo esta serie de novelas, incluso creo que voy a iniciar un estudio como el que hice para Cátedra sobre Sherlock Holmes hace 5 años con el personaje de Carvalho. En el sueño me suceden cosas extrañas, pero eso mejor me lo cuento mañana.


Viernes 7 de Agosto


Invitado a un congreso literario me toca conversar con Luis Alberto de Cuenca, David Torres, Lord Dunsany, Walter Scott, un señor de barba que se parece a Echegaray pero que todos sabemos que es un impostor y un holograma de la actriz porno Michelle Bauer, sobre un manuscrito recién encontrado en Tolosa y redactado en portugués del Beato de Liébana. Luis Alberto, que abre la discusión, nos confiesa en voz muy queda que no se ha preparado el discurso y que en realidad no tiene ni puñetera idea sobre el tema y delega sobre David el asunto. David se levanta, carraspea, y comienza a hablar de toros. A todo esto el congreso se celebra en mitad de un prado. El público, que abarrota la escena, se ha disfrazado de vacas frisonas, pero nadie duda que es una estrategia para ponernos nerviosos, por lo que no perdemos la calma, salvo el holograma de Michelle Bauer, que a veces se transforma en un busto de Churchill y otras se parece a Millán Astray. Me toca el turno y aunque me defiendo bastante bien improvisando un poema en tetrástrofos monorrimos con los ojos cerrados, cuando los abro descubro que me balanceo al borde de las cataratas del Niágara y que el público, que ahora son todos monigotes de Charlot, desde la orilla canadiense, aplaude a rabiar. Yo no tengo el menor temor, es más, me lo paso en grande y aprovecho para disfrazarme de Búster Keaton y saludar al personal. De dos saltos me voy a la orilla estadounidense. Luis Alberto y David se ponen unos bermudas blancos y corren a abrazarme, mientras que el resto de ponentes se montan en un Ford T y se van. De repente suena el segundo movimiento de la Sinfonía Fantástica de Berlioz en una versión para banda de pueblo y nos ponemos a bailar. Entonces me despierto. Y me despierto de verdad.

El día amanece gris pero luminoso. Como todas las mañanas nos dedicamos a vivir sin aceleraciones. A eso de las dos y media hemos quedado con Elena y Alicia y Sulle para comer. Después de fracasar en varios restaurantes (Asturias está petada, pues mañana es el descenso del Sella y como llueve nadie se ha ido a la playa), conseguimos reservar en uno de Benia gracias a que Marisol conoce al dueño. Elena ha venido con Juan Carlos, uno de sus locos maravillosos, y una pareja de monitores, la mar de majos. Juan Carlos es un tipo estupendo, tiene 44 años. Hace cinco trabajaba de comercial, le encantaba conducir y preparaba su boda con su novia de toda la vida. Una trombosis brutal le hizo perder el control de su cuerpo, casi no habla, sus movimientos son impulsivos, recuerda quién fue, pero le es muy difícil recordar quién es ahora, casi no tiene memoria inmediata: a poco de fumarse un cigarrillo olvida que ha fumado y pide otro. Sólo sus ojos, de una inmensa alegría y de una tristeza inabarcable, delatan el hombre que aún lucha en su interior. Sólo el inmenso amor y cariño y respeto que Elena y esos dos chicos le ofrecen cada segundo, le hacen seguir viviendo. Él lo agradece como sabe, con su sonrisa, con su mirada. La dignidad de este hombre hace empequeñecerse a muchas de las personas que he conocido.

Después de comer Juan Carlos, Elena y sus compañeros –perdonad por no recordar vuestros nombres- , se vuelven al campamento y nos quedamos en Benia para enseñar un poco el pueblo a Sulle y Alicia (y a Nana, que está feliz corriendo y ladrando). Nos damos una vuelta por el campo, la iglesia, el cementerio (con un gallego al lado este acto es de obligado cumplimiento), el nuevo hotel (donde hacemos reserva para hacernos un circuito termal), la casa de Marisol, la casa rural donde dentro de unos días van a alojarse. Nana conoce a Rocky, el conejo inglés –casi no tiene orejas- marrón claro de Carlos hijo, sobrino de Marisol, y para ambos es una experiencia inolvidable y con toda probabilidad extraordinaria, dado el acojono y respeto que ambos bichos se profesan. Después nos vamos a Niembro, que es donde se encuentra una de las playas mas hermosas de Asturias: Torimbia. En toda la tarde el Sulle no para de hacer fotos. Cuando estamos a punto de irnos de repente aparece en el mirador de la playa Manuel, el hermano mayor del Sulle, y su familia, demostrando o que el mundo es tan pequeño como un ochavo, o que la capacidad de acoso y seguimiento de Manuel es, cuanto menos, irreprochable.

Dejamos a la pareja feliz bien encarrilados en la autopista hacia Gijón –Sulle ha comprendido que en Asturias el tom-tom carece de sentido- y nos volvemos, vía Posada, a Benia de Onís. Nos cenamos unos filetitos y una ensalada de envidia cochina, nos dormimos con una de Garcí que echan en la dos y esta vez sin remordimiento alguno nos vamos a la conquista del reino de Morfeo sin temor y con ánimos renovados.


Sábado 8 de Agosto

Como se me quejan por aquí de poner tanto nombre y ser tan tiquismiquis pues a joderse el personal, que yo soy el que lleva la burra y monta en ella quien a mi me pete y el que quiera ya puede pedirme conseja que ya veré si le alivio el viaje. Y allá me digan si esto o aquello y pónganse vuecencias al camino y luego me cuenten, que más o menos así se lo dijo Watson a Holmes, y este, cuando se vio en necesidad de contar por sí mismo sus aventuras bien se acordaba entonces de su amigo y cronista.

Así que ayer todo bien. Y lo más reseñable es que nos fuimos al monasterio de Bamia, que está aquí cerca, a ver si aún estaban los restos del Pelayo. Y sí que estaban sí, y si no los de sus parientes, todo calaveras y fémures y huesos y mandíbulas tirados por doquier, saliéndose de sus tumbas: todo un espectáculo. Yo estuve por traerme una calavera a casa, como hizo mi tío Manuel, que la tenía en su despacho y nos daba un miedo tremendo a los niños, y le había puesto en un cuévano una luz azul y en el otro una roja, y entre los maxilares le ponía un celtas corto, y apagaba las luces y pasábamos acojonados al cuarto y de repente se encendía una luz y luego la otra y así un rato, y con el cigarrillo puesto y el tío Manolo, que se escondía detrás de la mesa y decía con voz ronca latinajos, multus fluctus horríbilis tenebrarum y cosas por el estilo y salíamos pasillo adelante los cuatro sobrinos corriendo a grito pelado alborotando toda la casa y la tía María siempre igual no escarmentarás deja en paz a los niños que pareces uno de ellos pero que daba lo mismo porque a los chicos en el fondo aquello de la calavera las risas y los latines nos encantaba. Bueno, que no me la traje, y me dije si el Sulleiro hubiese venido, si hubiese venido... Ah, y tejos de pagana milenaria y mágica, y la puerta oeste, que aún se conserva pese a los diecisiete siglos que tiene encima, con unos fragmentos del Apocalipsis esculpidos, diablos, desenterrados, tíos arrastrados por los pelos al horno y otro metido en una cazuela mientras Pedro Botero le azuza las llamas debajo. Para verlo y no perder detalle.

Luego nos fuimos a Sirviella, a una sidrería de fama hoy venida un tanto a menos, que ya se sabe que el personal de todo se cansa y ya vendrán tiempos mejores: Tostu de huevo y picadillo, cabrito al horno con ensalada, frisuelos con crema de sidra, cerveza, pan y café, para dos treinta euros. A casa después, y la homérica Horizontes de grandeza o The big country en su original, Jean Simons, Gregory Peck, Charlton Heston y Burl Ives, que se llevó el oscar y la mejor frase de toda la historia del cine del oeste: Enséñele a su abuela a freír huevos.

3 comentarios:

  1. Con lo bien que lo estás pasando, la lluvia, las pelis, las excursiones, y el mono que se te ve por los amigos, que no se te caen de la boca. Qué grande eres.
    Y aquí calor.
    Saludos.
    pdro

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  2. Que sí, que dáis envidia nada sana. Pero como os leo sanos y salvos de cuerpo y alma, me conformaré con abrazaros en la distancia. Hazlo extensivo hasta donde llegues, que será lejos. Aquí sol y buen tiempo.
    Abrazosos
    Lobo

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  3. quies es sulle esta interesante sera un familiar hasmelo saber luissulle@hotmail.com

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