lunes, 20 de abril de 2009

0 Música curativa 1

Como alguien se ha percatado ya he colocado ahí, al margen derecho, un pequeño reproductor con algunas piezas musicales que considero la mar de curativas para este mentidero de incurables. Son siete, por ahora. Y como hay quien me ha pedido que dé alguna razón, si es que este manicomio admite eso, del florilegio, aprovecho para poco a poco y según me dé poner algunas notas y aclarar algunos conceptos. Comienzo con la primera, el Agnus Dei de Samuel Barber, y lo hago con un articulito que publiqué en Territorio Macondo hace un año, más o menos.
Allá va:
Los americanos del norte, o estadounidenses, para no implicar a canadienses y mexicanos, tienen listas para todo. Una de esas listas contiene los que, para ellos, son los temas musicales más tristes y al tiempo bellos jamás escritos. Entre ellos, el Adagietto de la 5ª de Mahler o el archifamoso Adagio de Albinoni. Sin embargo, a la cabeza, y con diferencia se encuentra una pieza que en realidad son tres: el Adagio para cuerdas de Samuel Barber. No está mal recordar algunos datos.
Samuel, como le pasa a la mayoría de los artistas de antes de la Segunda Guerra Mundial, era un niño bien. Hijo de gente con pasta, para que ustedes me entiendan. Papá se dedicaba a prósperos negocios y mamá tocaba el piano. Como al niño le había salido una vena artística muy gorda, de esas que le impiden a uno pegar patadas a un balón, y era muy, pero que muy fino, ya a los ocho años solicitó vía escrita a su mamá que su educación fuese musical. Imagino la alegría de la dama al recibir la nota de su vástago, lacayo mensajero por medio. Decidida la suerte del muchacho, éste comenzó a prosperar enseguida y antes de los 16 (nació en 1910) ya había estrenado –supongo que en el Salón de Actos de su casa– varias piezas para piano y una sonata para viola. Su segunda pieza para piano se titula “A mi Stenway (nº 220601)”, así que a buen entendedor pocas palabras bastan.
A los 26 años recibe el Premio de Roma. Una estupenda beca de seis meses en la Ciudad Eterna, con obligación, al finalizar la misma, de entregar una pieza escrita durante la estancia. Se trató de su Cuarteto para cuerda nº 1, Opus 11. Escrito en tres movimientos, el primero y tercero son inaguantables, por mucho erudito que diga lo contrario, pero el segundo, llamado Allegro cuasi andante, es sencillamente maravilloso. Tal vez por estar enmarcado entre dos engendros pasó desapercibido, pero gracias a que algunos amigos insistieron (¡Larga vida a esos eternos y anónimos amigos!), Samuelito escribió una adaptación del temita de marras para orquesta de cuerda y se lo envió por correo a Toscanini, que era y sigue siendo uno de los mejores directores de orquesta de todos los tiempos. Toscanini devolvió al poco el manuscrito al compositor, sin añadir un solo comentario, lo que Samuel –y cualquiera en su caso– interpretó como que no, chico, que no. Imaginaos la pataleta del ego del chaval. Juró no volver a tratar con aquel estúpido.
Pero estamos equivocados. Toscanini sencillamente se quedó patidifuso, emocionado al ver aquellas líneas de notas sencillas, hermosamente armonizadas, tristísimas y al tiempo grandes, muy grandes: de esas que pellizcan al alma y te dejan para el arrastre. Ocho minutos para morirse. Y tanto le llegó que se lo aprendió de memoria: por eso no añadió nota alguna al devolver el envío. Es más, se lo comentó a sus amigos y propuso estrenar la obra cuanto antes y en las mejores condiciones posibles. Al frente de la Orquesta Sinfónica de la NBC, el 5 de noviembre de 1938, en Nueva York, Arturo Toscanini inauguraba para el mundo el Adagio para cuerdas de Samuel Barber.
Una larga, larguísima línea melódica, coral, se va deslizando con intensidad creciente desde los primeros violines hasta las violas, que se recrean hasta completar una ascensión milagrosa, que se intensifica gracias al silencio de los bajos. Ah, pero entonces entran los violonchelos, repitiendo de nuevo esa extraña melodía, variando con ella, dando entrada a los contrabajos, y subiendo, subiendo, poco a poco, como si la orquesta fuera una coral, hasta que todo, lentamente pero con una tensión continua, llega a un fortissimo-forte, un clímax seguido de un repentino silencio. ¿Cómo seguir después, si el corazón casi se nos ha llenado de pura lágrima? Con los bajos. A la manera de Mozart. En una serie de pequeños acordes, también tensos, pero muy sanadores, que vuelven a dar paso a la melodía principal. La pieza termina casi como comienza, con los violines volviendo lentamente a las primeras cinco notas de la melodía esta vez en agudo, dejando que la última nota, tras un breve pero hermosísimo silencio, se desvanezca casi, más que en la partitura, en el alma del oyente.
A Samuel Barber no le pudo pasar nada mejor, ni peor. Hasta que murió, allá por 1980, fue reconocido mundialmente como el autor de esta pieza. Y aunque el hombre nunca rechazó ese éxito, bien es cierto que por su causa cayó en continuas depresiones, que le llevaron a convertirse en un celoso censor de sus propias obras, destruyendo muchas de ellas, como esa sonata para viola de su juventud e incluso olvidando algunas realmente interesantes como su segunda sinfonía, que fue reconstruida después de su muerte gracias a una grabación radiofónica. Su catálogo no es –por deducción– muy extenso. Y la mayoría de sus obras no son de duración muy elevada. Tal vez debido a la exigencia que mostraba para sí mismo. Pero, como decía antes, tampoco renegó de su Adagio, que en todas partes se interpretaba y no hay película que, cuando necesita de un momento de intensidad dramática, no la ponga en su banda sonora.
En 1967 volvió a versionar la pieza, convirtiéndola en un motete coral para 8 voces mixtas, que tituló Agnus Dei, y que es, como sus dos hermanas anteriores, sencillamente bellísima. Y donde antes dije violines, violas, violonchelos y contrabajos, sustitúyase respectivamente sopranos, contraltos, tenores y bajos, y por supuesto mucho amor. Como pequeño homenaje a Samuel recomiendo escuchar las tres seguidas, por orden de antigüedad: les aseguro que es una experiencia gratificante. Y si pueden, escuchen algo del resto de su obra como, por ejemplo, su obra íntegra para piano solista.
No teman, cabe en un CD.

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