El tío Felipe
La cuarta vez que matamos al tío Felipe también se presentó en el pazo. A la hora de la cena, como parecía ser regular. Dando gritos y trastazos en las ventanas. Todo él jaleoso y pendenciero, amigo de la burla y socio de la broma.
- Hubiera traído algo de vino, para remojar, ¡Rediós! Pero no sé dónde habré dejado la mano derecha, que no me la encuentro, y el pulgar de la otra mano, que así no hay quien traiga ni garrafa ni botellón.
Y se echaba unas risas.
Ni a Juan ni a Felisa, hijos del no difunto, ni a mi, nos pillaba ya la cosa por sorpresa. Y como las otras veces, a mi prima le salió la mujer que llevaba dentro y acudió a la puerta.
- Venga padre, no se quede ahí, con el frío que hace. Pase y siéntese, que donde comen tres bien cabe uno más. Juan, acércale un pote y un cucharón, y tú, Matías, pásame la bota que le tire unos tragos a mi padre.
El tío Felipe echaba la cabeza atrás y abría un poco la rendija de la boca, como sonriendo, y por ahí le entraba el chorro del tinto. Después Felisa se sentaba a la mesa y volvía con la matraca.
- Vaya mierda de asesinos. Dejarle así, sin mano y sin dedo gordo, que parece un Nepomuceno. ¡Desgraciaos, que ni para matar valéis! La próxima me dejáis a mi el hacha.
- No seas injusta con ellos, que me mataron bien, lo que pasa es que yo eché las manos a la cabeza, por defenderme, y he aquí el resultado.
- Gracias padre –decía Juan.
- Luego –volvía a la carga el tío Felipe- este otro me debió pegar fuerte en la cocorota, porque no se me recuerda más que lo de las otras veces, una noche oscura y al fondo una luz, y una voz muy bonita, como la de mi madre en fiestas, que me llama y me dice “Felipe, Felipe, ven... ven... verás qué bonito es esto...” Pero yo no voy, porque también se me antoja la voz de mi abuelo Rogelio que dice “Que no, que no venga, que aquí se está muy bien sin él...” Y en eso siento que me viene un frío y un hambre muy grandes.
Nosotros, Juan y yo, estábamos cansados de buscarle enterramientos, porque estaba visto que de allí donde le echásemos siempre volvía.
- Y es curioso, que siempre al mismo sitio.
Y tenía razón. Habíamos probado con una poza del río, una poza muy negra y profunda, donde le tiramos con sus buenas piedras atadas al cuello. También con la mina abandonada, y con el barranco de Benastes, que dicen que no tiene fondo. Y esta última, en el mar, allá por Finisterre. Pero no había manera. Siempre, según él, se aparecía en el maizal y a la hora del pote, que manda narices.
Después de comer dijo que tenía sueño, que se iba a la cama.
- Buenas noches. Y a ver cómo me matáis esta vez. – decía entre risotadas, mientras subía al piso de arriba.
Ni le miramos siquiera. Yo me puse al periódico y Felisa a fregar. Juan salió a afilar el hacha. A la vuelta, como siempre, nos pusimos a discutir. Al rato ya lo teníamos decidido.
- Como sois un par de inútiles tendré que subir yo a terminarle. – Dijo Felisa – Vosotros mientras a por leña. Luego me lo bajáis, que yo me encargo de la lareira. A ver si lo que no come el agua lo deshace el fuego.
Y se fue a por el hacha.
Yo creo que las cuatro muertes le habían afectado algo, porque el cuerpo me pareció que pesaba menos. Así que lo bajamos y lo tendimos en el suelo. Y a una orden de Felisa lo empezamos a descuartizar y a echar los trozos a la lareira. La cabeza quedó entre dos troncos, un poco ladeada y mientras el fuego la churruscaba parecía que la boca se le contraía, como riéndose. Al tiempo recogimos las cenizas en un saco, que yo me encargué de esparcir por el maizal.
No volvimos a ver al tío Felipe. La primavera vino buena y la cosecha fue generosa. Florecieron los geranios y los tulipanes. Pudimos comprar la vaca y casarnos Felisa y yo. Y Juan acabó por encontrar asiento en el la aldea de arriba. Viene poco, y cada vez que viene entretiene a los niños con unos polvillos blancos que se acumulan en el ventanal. Hace unos montoncitos. Los sopla aprovechando cualquier vientecillo y se ponen a girar y a girar hasta que se desvanecen. Los niños se lo pasan en grande, pero a Felisa y a mi no nos gustan, porque nos hacen estornudar.
urceloy / mayo de 2009
La cuarta vez que matamos al tío Felipe también se presentó en el pazo. A la hora de la cena, como parecía ser regular. Dando gritos y trastazos en las ventanas. Todo él jaleoso y pendenciero, amigo de la burla y socio de la broma.
- Hubiera traído algo de vino, para remojar, ¡Rediós! Pero no sé dónde habré dejado la mano derecha, que no me la encuentro, y el pulgar de la otra mano, que así no hay quien traiga ni garrafa ni botellón.
Y se echaba unas risas.
Ni a Juan ni a Felisa, hijos del no difunto, ni a mi, nos pillaba ya la cosa por sorpresa. Y como las otras veces, a mi prima le salió la mujer que llevaba dentro y acudió a la puerta.
- Venga padre, no se quede ahí, con el frío que hace. Pase y siéntese, que donde comen tres bien cabe uno más. Juan, acércale un pote y un cucharón, y tú, Matías, pásame la bota que le tire unos tragos a mi padre.
El tío Felipe echaba la cabeza atrás y abría un poco la rendija de la boca, como sonriendo, y por ahí le entraba el chorro del tinto. Después Felisa se sentaba a la mesa y volvía con la matraca.
- Vaya mierda de asesinos. Dejarle así, sin mano y sin dedo gordo, que parece un Nepomuceno. ¡Desgraciaos, que ni para matar valéis! La próxima me dejáis a mi el hacha.
- No seas injusta con ellos, que me mataron bien, lo que pasa es que yo eché las manos a la cabeza, por defenderme, y he aquí el resultado.
- Gracias padre –decía Juan.
- Luego –volvía a la carga el tío Felipe- este otro me debió pegar fuerte en la cocorota, porque no se me recuerda más que lo de las otras veces, una noche oscura y al fondo una luz, y una voz muy bonita, como la de mi madre en fiestas, que me llama y me dice “Felipe, Felipe, ven... ven... verás qué bonito es esto...” Pero yo no voy, porque también se me antoja la voz de mi abuelo Rogelio que dice “Que no, que no venga, que aquí se está muy bien sin él...” Y en eso siento que me viene un frío y un hambre muy grandes.
Nosotros, Juan y yo, estábamos cansados de buscarle enterramientos, porque estaba visto que de allí donde le echásemos siempre volvía.
- Y es curioso, que siempre al mismo sitio.
Y tenía razón. Habíamos probado con una poza del río, una poza muy negra y profunda, donde le tiramos con sus buenas piedras atadas al cuello. También con la mina abandonada, y con el barranco de Benastes, que dicen que no tiene fondo. Y esta última, en el mar, allá por Finisterre. Pero no había manera. Siempre, según él, se aparecía en el maizal y a la hora del pote, que manda narices.
Después de comer dijo que tenía sueño, que se iba a la cama.
- Buenas noches. Y a ver cómo me matáis esta vez. – decía entre risotadas, mientras subía al piso de arriba.
Ni le miramos siquiera. Yo me puse al periódico y Felisa a fregar. Juan salió a afilar el hacha. A la vuelta, como siempre, nos pusimos a discutir. Al rato ya lo teníamos decidido.
- Como sois un par de inútiles tendré que subir yo a terminarle. – Dijo Felisa – Vosotros mientras a por leña. Luego me lo bajáis, que yo me encargo de la lareira. A ver si lo que no come el agua lo deshace el fuego.
Y se fue a por el hacha.
Yo creo que las cuatro muertes le habían afectado algo, porque el cuerpo me pareció que pesaba menos. Así que lo bajamos y lo tendimos en el suelo. Y a una orden de Felisa lo empezamos a descuartizar y a echar los trozos a la lareira. La cabeza quedó entre dos troncos, un poco ladeada y mientras el fuego la churruscaba parecía que la boca se le contraía, como riéndose. Al tiempo recogimos las cenizas en un saco, que yo me encargué de esparcir por el maizal.
No volvimos a ver al tío Felipe. La primavera vino buena y la cosecha fue generosa. Florecieron los geranios y los tulipanes. Pudimos comprar la vaca y casarnos Felisa y yo. Y Juan acabó por encontrar asiento en el la aldea de arriba. Viene poco, y cada vez que viene entretiene a los niños con unos polvillos blancos que se acumulan en el ventanal. Hace unos montoncitos. Los sopla aprovechando cualquier vientecillo y se ponen a girar y a girar hasta que se desvanecen. Los niños se lo pasan en grande, pero a Felisa y a mi no nos gustan, porque nos hacen estornudar.
urceloy / mayo de 2009